Gabriel Albiac en el artículo que adjunto reflexiona sobre la incompatibilidad entre el nacionalismo y la racionalidad.
UN VIENTO DE LOCURA
El nacionalismo no es un discurso en cuya
eficacia lo racional juegue papel alguno. Es un impulso emocional asentado
sobre tierra y sangre
MARZO
de 1933. «La señorita von B. debía venir a buscar un libro a mi departamento».
La historia la cuenta el filólogo Victor Klemperer. «Está usted radiante»,
comenta él cuando la ve entrar. «¿Ha tenido usted una experiencia
particularmente feliz?» «¿Particularmente feliz?», replica ella. «Me he
rejuvenecido diez años, qué digo, ¡diecinueve! ¡No me sentía así desde 1914!»
Klemperer entiende. No hace ni veinticuatro horas que Hitler ha asumido todos
los poderes. La prensa de esa mañana recoge su amenaza Parlamento: «Uds. ya no
son necesarios. La estrella de Alemania se alzará y la de Uds. se hundirá. La
hora de su muerte ha sonado». Victor Klemperer es judío y sabe lo que le
espera: la inhabilitación docente. No puede entender que una culta profesora
pueda hablar así. Se lo hace notar: «¿Y me dice usted eso a mí? Me lo dice
cuando ve, oye y lee cómo humillan a personas próximas a usted, cómo juzgan
obras que usted apreciaba hasta hace un momento, cómo reniegan de todas las creaciones
del espíritu que hasta ahora usted…» La señorita von B. le interrumpe,
condescendiente: «Querido profesor, no contaba con su sobreexcitación nerviosa.
Debería tomarse unas semanas de vacaciones y no leer periódicos. Se deja usted
ofender y desvía la atención de lo esencial a causa de minucias y borrones
inevitables en estos grandes cambios. Dentro de poco tiempo juzgará usted de
muy otra manera·. Dentro de poco tiempo, Klemperer verá exterminar a sus
parientes y amigos. Sobrevivirá, al menos: casi un milagro. Y dejará el frío
testimonio de cómo una lengua se trueca en artilugio asesino, en su Lengua del
tercer imperio.
La
Lengua del tercer imperio, ese manual de la locura cotidiana que Klemperer pudo
dar a la luz en 1946, me viene continuamente a la memoria en la red de palabras
que tejen hoy el delirio nacionalista catalán. Los desbarres de Hitler o de
Rosenberg podían mover a hilaridad hasta 1932. En no menor medida que la
garantía de reducir las muertes por cáncer en un 5% e incrementar fabulosamente
la esperanza de vida que CiU promete a los catalanes, una vez liberados de la
lápida de muerte que el yugo español les impone. Divertido, ya es. Lo que esa
pantalla idílica encubre, tiene menos gracia. Casi un
centenar de los diputados que escucharon el epitafio de Hitler aquel 23 de
marzo de 1933, acabaran asesinados.
Es
difícil tomarse en serio una ristra de disparates como aquellos sobre los
cuales el nacionalismo —ya sea el socialista de la Alemania de entreguerras, ya
sea el piadoso de la Cataluña en vísperas de despeñarse— alza sus mitologías.
Pero el nacionalismo no es un discurso en cuya
eficacia lo racional juegue papel alguno. Es el último
episodio de una tragedia: la del romanticismo político, la de un impulso
emocional asentado sobre tierra y sangre. Ni tierra ni sangre saben nada
de razones; sí, de impulsos primarios. Nada hay más eficaz para lanzarse al
abismo que un cúmulo de emociones sin filtro lógico. Cuando un político cruza
esa frontera, la inercia de lo puesto en marcha es garantía de que amaneceremos
en lo peor. Felices, además, de haberlo conseguido.
La
señorita von B. se presentó en casa de Klemperer, meses más tarde. Era una dama
educada. «¿De dónde viene su certidumbre en el futuro de Alemania?», le
pregunta el catedrático ya depurado. «De donde viene toda certidumbre»,
responde ella: «de la fe… Nuestro Fuhrer tiene razón contra la inteligencia
estéril. Yo creo en él». Klemperer sabe entonces que todo está perdido. Creer
es tan grato…
ABC 31.10.12
Gabriel Albiac
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