En el siguiente artículo Xavier Pericay
reflexiona sobre la actitud –de silencio- de los intelectuales en Cataluña en
relación a la situación política que estamos viviendo. Algunos sí intervienen : el mismo X. Pericay, A. Espada, F. Ovejero, Félix de Azúa –que ya no vive en
Cataluña-, X. Nart , Francesc de Carreras, Albert Boadella y algún otro pero la mayoría han
optado por no pronunciarse.
EL SILENCIO DE LOS INTELECTUALES
EL pasado verano fue un verano
raro en Cataluña. Culturalmente hablando, cuando menos. Pese al calentamiento
global a que el presidente Artur Mas y su consejero de Cultura Ferran Mascarell
estaban sometiendo a la región con sus actos y declaraciones —el primero,
convocando en Palacio a 300 altos cargos para decirles que son «los generales
de un ejército que es la Generalitat y que tiene una gran misión»; el segundo,
escribiendo en el diario más subvencionado de cuantos se subvencionan en la
Comunidad, y son todos, que «los que luchan contra el catalán [entiéndase «el
Estado español a través de sus aparatos políticos y judiciales»] (…) desean una
sociedad catalana fragmentada en dos comunidades lingüísticas, anhelan una
Cataluña socialmente dividida, suspiran por una Cataluña políticamente
subordinada»—; pese al bochorno ambiental causado por esas y otras
manifestaciones de la clase política autóctona, dos noticias vinieron a
refrescar hasta cierto punto las mentes de los ciudadanos que todavía se
precian de serlo. Una la protagonizó el director del Museu Nacional d’Art de
Catalunya, Josep Serra, al sugerir la conveniencia de que la institución
incorporara a su denominación la palabra «Barcelona» en vez de «Catalunya», con
el argumento de que el sentido de esta última se hallaba ya recogido en el
adjetivo «nacional» y de que, por otra parte, no se puede ir por el mundo con
el nombre de un territorio que nadie conoce. Eso sí, la ilusión al director le
duró poco. A los dos días el consejero Mascarell le enmendaba la plana
afirmando que la denominación no se tocaba y, ante esa defensa acérrima del
pleonasmo —al fin y al cabo, ¿qué es el nacionalismo sino un descomunal y
enfermizo pleonasmo?—, al director del museo no le quedó más remedio que
resignarse.
Pero fue la segunda de las
noticias la que más novedad aportó, aun cuando tuviera algún que otro lejano
precedente. Carles Duarte, recién nombrado presidente del Plenario del Consell
Nacional de la Cultura i de les Arts —para entendernos: una suerte de remedo
del Arts Council británico cuyo principal cometido es promover la cultura
autonómica y entre cuyas funciones está la de conceder los llamados Premis
Nacionals de Cultura de la Generalitat—, declaró que «debería ser posible» que
un escritor catalán en lengua castellana pudiera obtener el premio en su
modalidad de literatura. Y tanto más cuanto que el premio, añadía Duarte, no
era de literatura catalana, por más que siempre se hubiera concedido a una obra
escrita en catalán, sino de literatura a secas, lo que permitía concederlo a
escritores como Juan Marsé, Eduardo Mendoza o Juan Goytisolo, por citar los
casos más notorios. Al día siguiente el consejero Mascarell, a requerimiento de
los periodistas, terciaba en el asunto y, lejos de reconvenir al presidente del
Plenario por atreverse a sugerir semejante modificación en un área tan sensible
para el nacionalismo gobernante, se mostraba de acuerdo con su propuesta y
animaba al propio Duarte a impulsarla desde el Consell.
Ignoro qué ocurrirá con la
edición del próximo año, aunque no veo por qué habría que dudar del propósito
de ambos altos cargos. Es verdad que la tradición pesa lo suyo. Y no me refiero
ahora a aquel «fenómeno coyuntural a liquidar» con que hace 35 años la revista
filocomunista «Taula de canvi» calificaba al colectivo de escritores catalanes
en lengua castellana. No, esa clase de liquidaciones hace tiempo que parecen
descartadas, entre otras razones porque la realidad se ha encargado de
demostrar que el fenómeno en cuestión ni es coyuntural ni es liquidable. Sí me
refiero, en cambio, a las tres décadas que lleva el Premi Nacional
concediéndose fiel a la premisa de que no existe en la Cataluña oficial otra
literatura digna de ser premiada que la que se expresa en catalán —algo, por
cierto, que la participación en la Feria del Libro de Fráncfort de 2007, donde
la literatura catalana era la invitada, no hizo más que confirmar—. Pero, en
fin, si hasta la Constitución es revisable, ¿por qué no va a serlo el criterio
con que se otorga una modalidad de unos premios culturales?
Aun así, no deja de resultar
sorprendente que esa apertura de miras, ese reconocimiento del hecho
diferencial del bilingüismo literario —por decirlo a la manera del propio
nacionalismo—, se haya producido precisamente ahora, cuando mayor es la presión
identitaria en todas las esferas públicas, incluidas, claro está, las
institucionales. Es como si ya no diera miedo admitir que esos escritores
también existen, por lo que tienen el mismo derecho que los demás a los
laureles patrióticos. Aunque también podría ser otra la razón; a saber, que con el cambio de criterio se les estuviera agradeciendo de
algún modo los servicios prestados. Y es
que, en la última década y, en concreto, desde la llegada al poder de la
izquierda nacionalista, si no todos, sí una gran parte de ellos convinieron en
que lo mejor era callar ante los desmanes que los distintos gobiernos
autonómicos iban cometiendo en lo tocante al ejercicio de las libertades
ciudadanas. Nada dijeron del nuevo Estatuto
mientras se estaba cocinando. Nada dijeron cuando estuvo listo. Nada dijeron de
las tropelías relacionadas con la normalización lingüística perpetradas en la
enseñanza, en los medios de comunicación públicos y privados y en el campo
socioeconómico. Su silencio fue tan clamoroso como sorprendente. Porque en los años anteriores sí habían hablado. Y, con
ellos, otros muchos representantes del mundo cultural y artístico que
consideraban incomprensible que a una sociedad bilingüe no le correspondieran
una administración y unas instituciones públicas bilingües. Hasta
firmaron manifiestos en este sentido, como los dos del Foro Babel. Pero, claro,
en aquel momento quien gobernaba era Jordi Pujol.
Más allá del parámetro
ideológico, resulta difícil entender el porqué de tanto silencio. Incluso esa
posible explicación —que no justificación, por supuesto—, dadas las afinidades
políticas de la mayoría de esos intelectuales, desapareció hace cerca de un par
de años con la vuelta de Convergència i Unió al Gobierno de la comunidad autónoma.
Y ellos, en cambio, han seguido igual de callados. Que Pasqual Maragall dijera
en su momento que la lengua catalana es el ADN de Cataluña o que Artur Mas
hablara hace poco de la genética de los catalanes les deja igual de
indiferentes. No sienten, como cabría esperar de todo
intelectual que se precie, la necesidad de intervenir en el debate público,
gobierne quien gobierne, para dejar testimonio de su pensamiento. No
sienten, ante la que está cayendo en Cataluña y en el conjunto de España, que
deban tomar la palabra. No sienten, en definitiva, el
hecho de pronunciarse como un imperativo moral. (El que en los últimos
días algunos hayan puesto su firma al pie de un manifiesto que llama a los
catalanes de izquierda a movilizarse a favor de «una renovada y potente opción
federal» sin cerrar por ello la puerta a una posible independencia no
constituye, por descontado, noticia ninguna; a lo más, un inofensivo berrinche
del socialcomunismo del lugar.)
Aunque sea triste reconocerlo, ninguno de esos intelectuales
demuestra poseer las tres virtudes requeridas, según Jean-François Revel, para
hacer frente a las presiones, los intereses, las pasiones, los arribismos, los
prejuicios, las hipocresías que influyen en los asuntos públicos; esto es, la
clarividencia, la valentía y la honradez. E insisto: es triste, muy
triste, tener que reconocerlo.
XAVIER PERICAY ESCRITOR ABC 26.10.12
Los subrayados son míos
No hay comentarios:
Publicar un comentario