REGRESIÓN
«De repente, un
amplio sector de la población se pone en manos del caudillo visionario,
perdiendo toda perspectiva de presente y de futuro, desoyendo las voces que
aconsejan prudencia y seny. Ese tan cacareado seny catalán deja paso al
delirio»
COMO mostró Sigmund Freud en uno
de sus más brillantes ensayos, Psicología de las masas, la masa es masa
enamorada. Para que esa patología alcance su máxima intensidad requiere un
caudillo carismático, un personaje visionario que hable en una intencionada
confusión de tiempos, mezclando el presente con el futuro que se promete,
oponiendo a las miserias del día a día la belleza sublime de lo que se trae a
presencia desde un futuro de incertidumbre.
El caudillo carismático carece de
dudas; todo en él aparenta ser certeza, evidencia. Hasta el rostro, la mirada,
las mandíbulas salientes, el cuerpo entero se ajusta a ese personaje que se va
construyendo. Enuncia por activa y pasiva ser testigo y guía de un
acontecimiento histórico para su país, el más grande en un milenio.
Entre figurar como el president
de los recortes o su investidura como líder visionario ha elegido, con
perturbada inteligencia, la segunda opción. Y ha comunicado su emoción, su
pasión, su leyenda a un importante sector de su pueblo que le sigue a ciegas y
a otro sector de indecisos que prefieren aparcar las dudas, secundando la
apuesta heroica y la épica sublime de su caudillo.
Nunca como ahora
reza el dicho de que entre lo sublime y lo ridículo hay sólo un paso.
Introducir racionalidad en este delirio colectivo no es posible. Se ha rebasado
la delicada franja de nuestra normalidad neurótica, de nuestras histerias y
obsesiones, en dirección extraviada hacia una regresión psicótica. La que
padece toda masa enamorada, conducida por un caudillo que sólo atiende a su
imaginario ferviente.
Max Weber distinguía tres suertes
de legitimación del poder de dominación: el tradicional, el carismático y el
racional-burocrático. Lo propio de este último, lo que le emparenta con la
modernidad, es su naturaleza des-encantada. La legitimidad la proporciona el
propio funcionamiento racional, lejos de místicas de raza o tierra, o de
comunicaciones con el más allá.
El poder racional-burocrático
rompe el hechizo religioso del segundo estadio, el que surge de la irrupción de
un liberador: Moisés, Mahoma, Zaratustra. O el de los nacionalismos emergentes
decimonónicos (surgidos tras la descomposición de imperios: el turco, el
austro-húngaro). O el que se produce, lleno de legitimidad, en los procesos de
descolonización en Asia, en el Oriente Medio, en África.
Pero no es el caso de Cataluña,
que apostó por las reglas de juego de la Constitución en hermandad con los
principales partidos de la nación. Y que se comprometió a ser leal al Estado de
las Autonomías, o a proponer reformas de la Constitución desde dentro del
sistema vigente, salvaguarda de una democracia que ha permitido a los españoles
vivir muchos años de paz civil y de prosperidad social.
Pero el caudillo visionario
prefiere encarnar este papel —histórico, sublime— al de un modesto gestor de los
desaguisados económicos del país (sus despilfarros, sus corrupciones) y la
consiguiente ola de descontento por la situación crítica (huelgas,
manifestaciones). Y en esa regresión del desencantado régimen racional, germen
de una prometedora democracia, aparecen formas que creíamos orilladas debido a
un error de óptica. Ingenuamente pensábamos que esta terrible crisis económica
y social que padecemos tenía algo positivo: no dejar espacio, como sucedió en
los años treinta, a totalitarismos emergentes, nacional-socialismo, comunismo
estalinista.
De repente, un
amplio sector de la población se pone en manos del caudillo visionario,
perdiendo toda perspectiva de presente y de futuro, desoyendo las voces que
aconsejan prudencia y seny. Ese tan cacareado seny
catalán deja paso al delirio; la celebrada rauxa, a la regresión psicótica.
Y los que
participan de la misma fe (en el caudillo; en el imaginario tribal que de este
modo se construye) quieren formar una unidad indisoluble. Se constituyen
comunidades de creyentes que aguardan el pentecostés de las esencias patrias,
en un delirio esquizofrénico que sabe alternar la visión profética de Utopía
con el atajo que pretende sortear una situación económica insostenible.
Aunque no se les
haga demasiado caso en Moscú ni en Bruselas, porfían en su empeño. Y en lugar de
apelar al sentido racional de la ética moderna, con su ecuación de libertad y
responsabilidad, hacen dejación de ésta, en vista a la suprema liberación, la
que el caudillo carismático propone y dispone.
Y para cerrar del
mejor modo el círculo regresivo que erige ese nuevo Santuario donde se rinde
culto al nacionalismo
excluyente, se apela a la más perversa Teología Política, la de Carl Schmitt:
la dialéctica entre el amigo y el enemigo, y la distinción entre el enemigo
privado ( inimicus) y el hostes: aquél a quien es lícito declarar la guerra (el
judío para el nuevo Estado alemán, el burgués para el totalitarismo
estaliniano). El enemigo
público es, para el nacionalismo que padecemos, España
(o los españoles que no son catalanes; o el Estado español).
Sigmund Freud, si resucitase, podría elaborar el más
certero ensayo sobre esa psicosis colectiva, de naturaleza regresiva, que
consigue enajenar, de pronto, a un sector muy amplio de la población, ante el
estupor y la perplejidad de quienes son interpelados como enemigos públicos (el
resto de los españoles y los muchos catalanes que no son nacionalistas).
El obvio cierre de filas ante un
desafío —tan delirante como efectivo— es visto como «nacionalismo español». En
la pleamar de este delirio llegan a oírse lejanos e inquietantes tambores de
guerra, o aviones que parecen hacer siniestras maniobras.
Se fabula, se desea, se quiere
que al Santuario Local se contraponga un viejo Estado-Nación en horas bajas. Se
aprovecha de manera desleal las cuitas de ese Estado que proporcionó, ayer,
pingües beneficios. A quienes fueron socios del partido gobernante en la
Generalitat, en una primera singladura, se les esquina casi sin previo aviso e
incluso se les somete a la urgencia de un chantaje.
El único remedio a toda esta pesadilla radica en la
unión, mal que les pese, entre los partidos que establecen una tajante línea
roja a la separación de una parte del Estado-Nación. No es
aceptable el riesgo del corpsmorcellée ( Jaques Lacan), o del fantasma de la
castración. Los
mecanismos de represión y sublimación deben funcionar del mejor modo; en los
pueblos lo mismo que en las personas y, desde luego, en el ordenamiento
jurídico que regula el juego político en una democracia moderna.
Pertenezco a una generación que
soñó con un estimulante y sugestivo proyecto de vida en común: la consolidación
de una democracia en un país asolado por caciquismos, santuarios locales y
atrasos seculares. Y que cerró la más cruel de las guerras con una dictadura de
cuatro décadas.
Se orilló el analfabetismo, logró
invertirse la proporción entre campo y ciudad. En los años setenta se inició un
cambio histórico económico y social que culminó en una democracia, a través de
una Monarquía Constitucional presidiendo el Estado de las Autonomías. La
inviabilidad de los excesos de éstas no significa necesariamente su supresión.
La unión hace la fuerza. La unión nos permitirá convivir con otros
Estados-Nación en un proyecto europeo como máxima prioridad.
EUGENIO TRIAS ABC 2.1.12
Los subrayados son míos.
Los subrayados son míos.
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