ESPAÑA POR SU NOMBRE
«Arrebatarle a España el nombre ha sido la
primera forma, la más sutil e irresistible, de vaciarla de significado. España
ha pasado a ser menos que un nombre. Ha adquirido la penosa condición de un
adjetivo que califica, con la accidentalidad propia de su carácter, a lo que
parece realmente sustancia: el Estado que unas cuantas naciones se ven en la
obligación de compartir con los españoles.
EN el principio de todo liderazgo político debe existir una nación de
ciudadanos y un Estado democrático que la represente. Sin la nación, el Estado
es un consejo de administración que ni siquiera dispone de convicciones comunes
sobre las que asentarse, limitándose al resignado asentimiento de los usuarios
de sus servicios. Sin el Estado democrático, entendido como expresión de una
nación, la comunidad carece de derechos y deberes, está falta de legitimidad,
se encuentra al margen de un criterio moderno de soberanía. No puede haber
liderazgo donde el Estado y la nación se contemplan como instancias en
conflicto.
Sin un Estado nacional, sin una nación que asuma su soberanía y se
constituya en Estado, no puede haber clase dirigente, en el sentido más hondo
que pueda darse a esa expresión en horas decisivas como las que vivimos. Sin
una nación expresada en Estado, no puede haber un pueblo consciente de su tarea,
que en un tiempo difícil sea capaz de exigir el buen gobierno y la virtud
suprema de la ciudadanía. No puede haber sentido de liderazgo que ensanche la
perspectiva de quienes nos representan, si el Estado adopta la vocacional
indiferencia del administrador de una comunidad de vecinos. No puede haber
proyecto donde no existe un punto de partida. Y ese viaje hacia el futuro, en
el que es tan imprescindible la lucidez de los dirigentes como la inteligencia
de los gobernados, difícilmente podemos hacerlo, cuando la debilidad de nuestra
cultura nacional y la flaqueza de nuestros dispositivos democráticos ni
siquiera han sido capaces de proteger el primer signo de nuestra calidad
colectiva: nuestro propio nombre.
No sé lo que me provoca más estupor: si la impunidad con la que España es
sometida por los nacionalistas a la constante negociación de su derecho a la
existencia o la acomplejada sumisión y cabizbaja conciencia de inferioridad
moral con la que tantos presuntos dirigentes de esta nación se han comportado.
Porque, depositarios no sólo de la preservación de nuestras instituciones, sino
de la idea misma de España, los políticos que han aceptado la responsabilidad
de gobernarla y los intelectuales que deberían justificarla han tolerado esa
corrupción de las palabras en donde siempre empieza el secuestro de nuestros
principios.
La extenuante vejación de hablar de un Estado español, cuando debía decirse
simplemente España, ha tenido muchos ingredientes, pero ninguno ha estado libre
de pecado. En medios de comunicación autonómicos, en la jerga de los mosenes,
en el oscuro idioma que los pedagogos insuflan en los textos escolares, en los
trabalenguas de los tertulianos o en los ensayos de los intelectuales
subvencionados, el Estado español nunca ha significado lo que quiere decir en
cualquier parte: la estructura jurídica de una nación. Se ha convertido en algo
que resultaría inexplicable en cualquier país de nuestro entorno; se ha
convertido en la afirmación de que disponemos de un Estado, pero que carecemos
de una nación. Peor aún, que debemos dar ese agotador rodeo verbal para indicar
que aquí existen algunas naciones auténticas y una falsificación nacional a la
que, para entendernos, llamaremos Estado. Que una maniobra de astutos
nacionalistas haya podido pasar como una simple cuestión de formas demuestra
hasta qué punto la estupidez es contagiosa, y cómo los hábitos menos saludables
se adquieren con las prácticas de apariencia más inofensiva.
¿Es que alguien se creía, de verdad, que esta ausencia de la palabra España
en crónicas de actualidad política, en informaciones meteorológicas, en
retransmisiones deportivas, en seriales televisivos, era una simple casualidad,
un brindis al sol de la diversidad regional o un elegante gesto de cortesía
autonómica? ¿Es que aquí todo el mundo es un indigente mental menos esos
taimados nacionalistas, capaces de empezar por colonizar la misma lengua que
consideran instrumento de una potencia ocupante? ¿Es que nadie había advertido
que, tras las esperpénticas referencias a la sequía que azotaba el Estado
español, tras el pintoresco recuento de las especies en peligro de extinción en
el Estado español, tras las fotogénicas panorámicas de las playas del Estado
español, lo que se estaba diciendo es que la nación española no existía y que,
en cambio, disponíamos de una resignada y siempre revocable circunstancia
institucional? ¿Alguien se cree que los nacionalistas habrían tolerado una
majadería semejante, en caso de que cualquier desequilibrado hubiera intentado
normalizar la exclusión de la referencia a Cataluña o al País Vasco de nuestra
lengua? ¿No habrían dicho, y con razón, que se trataba de la primera maniobra
expropiatoria, destinada a arrebatar a dos regiones su realidad, por la vía elemental
de quitarles su nombre?
Ese formidable libro de ciencia política que es Alicia através del espejo señala que las palabras solamente tienen
significado porque el poder se lo concede. «Las palabras tienen dueño», se le
dice a una Alicia que está a punto de averiguar que el sentido común es la
mejor prevención contra la estrategia de las aberraciones ideológicas. Lo que
hoy vemos como el extraño resultado de una desorientación fue, de hecho, el
producto de un perfecto diseño de un vaciado conceptual, que nos dejaría sin el
primero de nuestros recursos, sin aquel que nos hace hombres y mujeres libres:
la posesión de la palabra, la dignidad de la expresión, el derecho a poder
llamar las cosas por su nombre.
A los derrotados en nuestra dolorosa guerra civil les preocupó, en el
exilio, que España sólo fuera un nombre. Nuestros nacionalistas y nuestros
asustados organizadores de una conciencia nacional desde la transición
decidieron que ni siquiera llegaría a eso. El patriotismo había sido una
propiedad de algunos y, al parecer, el remedio no fue nacionalizar de nuevo a
los españoles, sino dejarnos a todos sin nación. Arrebatarle a España el nombre
ha sido la primera forma, la más sutil e irresistible, de vaciarla de
significado. España ha pasado a ser menos que un nombre. Ha adquirido la penosa
condición de un adjetivo que califica, con la accidentalidad propia de su
carácter, lo que parece realmente sustancial: el Estado que unas cuantas
naciones se ven en la obligación de compartir con los españoles.
Por eso cuesta tanto que al frente de España se ponga un equipo de
patriotas dispuestos a concebir la grandeza de su empresa de liderazgo en los
tiempos difíciles. Por eso es tan difícil que se disponga de un pueblo cuya
madurez le impida ser instrumento del populismo o materia inerte de la
indolencia cívica. Nos hará falta volver sobre nuestros pasos, tendremos que
regresar sobre nuestras palabras, habremos de devolver el sentido a nuestro
lenguaje y restituir el timbre riguroso a nuestra voz. Estamos a tiempo, aún,
de empezar de nuevo. Nuestra es la posibilidad de comenzar una hermosa
aventura, la de constituirnos en un pueblo consciente. La de exigir a nuestros
gobernantes que nos representen y nos dirijan en la confección de un futuro en
el que nuestra nación recupere el aliento y fortifique su esperanza. La de
empezar por el más elemental de los principios, en el que siempre se encuentra
el verbo. La de llamar a España por su nombre.
Fernando García de Cortázar Fundación Dos de Mayo, Nación y Libertad
ABC 3.3.13
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