Un artículo de Fernando Savater.
Hacerse el loco
Demasiado tiempo nos hemos dejado llevar por la trampa del independentismo
Aseguraba
Churchill que una regla elemental de etiqueta política prohíbe vocear “yo ya lo
dije” cuando los acontecimientos históricos le dan a uno la razón. De modo que
me limitaré a preguntarme que más debíamos haber dicho los que nos dedicamos a
estas cosas, intelectuales o como nos llamemos, para advertir de lo que estaba
pasando en Cataluña y prevenir contra lo que ya pasa ahora.
No es fácil
establecerlo, porque tradicionalmente se ha considerado en este país –sobre
todo entre quienes se consideran progresistas- que decir o, aún peor, hacer
algo nítidamente claro contra los nacionalismos de tendencia separatista era
empeorar las cosas. Si uno argumentaba contra las falacias de los agravios
históricos o fiscales, contra las identidades milenarias, contra
la inmersión lingüística que conculca el derecho a elegir ser educado en la
lengua común, etcétera...siempre había un asno solemne para advertirnos
de que estábamos “fabricando independentistas”. Si uno seguía la corriente al
independentismo, planteando sólo aquí y allá una pega venial para minimizar
daños, los independentistas ya fabricados nos utilizaban como argumento a su
favor y nos animaban a dar el paso final, pasándonos del todo a su bando. O
sea, tanto de un modo como otro, el resultado parecía ser inevitablemente más
independentismo. Pares o nones, la casa siempre gana cuando los dados están
trucados.
Por eso lo que
se decía y lo que se callaba tenía un cierto tufo de manicomio: o se les daba
la razón como a los locos o directamente uno se hacía el loco ante sus razones.
Y así hemos ido tirando, hasta que las cosas se han puesto feas de verdad. El
separatismo es una enfermedad política oportunista, que ataca a los
organismos debilitados por estados carenciales. Y para Estado carencial, el
español. Sin embargo, algunos nos negamos tanto a hacernos los locos como a dar
por buenas locuras o aceptar fraudes ideológicos. Porque dar por buena y normal
la locura en este terreno supone una profunda deslealtad: no con magníficas
entidades como España o Cataluña, sino con nuestros compatriotas.
Ya sabemos que mantenerse leal a la cordura tanto propia como ajena puede
tener consecuencias negativas para la reputación. Así, si uno recuerda ante
ciertas proclamas lo que dicen las leyes vigentes que nos hemos dado los
ciudadanos de este país (sobra decir que los catalanes como los demás), los
nacionalistas le reprocharán que este “amenazándoles”. ¿Amenazando con qué?
¿Con aplicar la ley? ¿No será más amenazante decir que se está dispuesto a
violarla o que se olvidará su aplicación si conviene a unos cuantos? Si se
aportan datos contra la leyenda del expolio fiscal que padece Cataluña o se
recuerda que ese lema de “damos más de lo que recibimos” es lo que dicen todos
los ricos de este mundo frente a la obligación impositiva para sostener
instituciones asistenciales que ellos no creen necesitar, se nos acusará de dar
“patadas y puñetazos” a los catalanes cuando en realidad se les está tratando
como a seres razonables. Etcétera.
El problema es
que, en este asunto, cuanto podamos decir será utilizado en nuestra contra. Por
eso resulta tan pueril la pretensión de buscar cambios
legislativos para conseguir que los catalanes “estén cómodos” en España.
Los catalanes no nacionalistas están comodísimos en España, negocian con ella,
viajan por ella como por su casa (que lo es), comparten sus triunfos deportivos
o su música, etcétera… la critican y la encomian con total naturalidad. Incluso
a muchos nacionalistas les pasa lo mismo. Otros, en cambio, ni están a gusto ni
piensan estarlo próximamente porque su razón de ser ideológica consiste en
gestionar tal disconformidad.
Cambiar
las cosas sólo para dar gusto a quienes no piensan estar a gusto nunca mientras
sigan dentro desazona a muchos y no contenta a los demás. Por ejemplo,
la renovación del Estatuto. Antes de emprenderla, las encuestas decían que los
catalanes eran una de las autonomías mas satisfechas con su reglamento. El
referéndum para aprobar el nuevo –con ínfulas de Constitución alternativa-
contó con una participación popular más baja que mediana. Ni en el parlamento
español ni en el Tribunal Constitucional fue rechazado, sólo se hicieron
esfuerzos para hacerlo compatible con la legislación estatal, tratando de que
estar cómodos en España no consistiera en incomodar a España…como luego pareció
ser el verdadero objetivo. En particular el Tribunal Constitucional, con un
largo retraso fruto del pánico a desagradar, sentenció ciertos cambios a partir
de un esfuerzo de interpretación que atenuara las flagrantes
inconstitucionalidades en traviesos malentendidos. Pues nada, su dictamen fue
considerado como un atropello imperdonable por quienes ideológicamente
necesitaban una tiranía que padecer y no un estatuto del que disfrutar.
Ahora los contemporizadores apuestan por el federalismo, una propuesta que
en su día –más anteayer que ayer- podría haber servido para clarificar los
límites de los autogobiernos regionales pero que ni ayer ni hoy contentará a
quienes precisamente pretenden abolirlos. El objetivo de
las federaciones es organizar a quienes están separados y quieren unirse, no
dar cauce a la asimetría y la desunión de los ya unidos. Por tanto el
federalismo despierta mediano entusiasmo entre los que no son separatistas y
rechazo entre los que lo son. Pero lo más sorprendente es que algunos no
nacionalistas propongan aceptar como muestra de buena voluntad el posible
resultado pro-independentista de un referéndum celebrado solamente en Cataluña,
que por lo visto obligaría a replantearnos el Estado español.
Si se
concede ese poder discrecional a una parte del territorio nacional, es que ya
se la considera de facto como independiente: de otro modo, serían como es
obvio todos los ciudadanos del país los consultados en cuestión tan
trascendental. No sólo se trata de preguntar a los catalanes si
quieren dejar de ser también españoles, sino a los españoles si quieren
renunciar a ser también catalanes. Porque la automutilación y sus
consecuencias no afectan sólo a los derechos de unos, sino a los de todos: el
olvido de algo tan elemental como que el derecho a decidir unilateralmente la
independencia es ya la independencia misma y por tanto la dimisión del estado
existente viene a ser en sí mismo más patético y dañino que el posible
resultado del propio referéndum.
De modo que, en
vista de lo visto, habrá muchos que añoren la época dichosa en que tan
simpático y fácil resultaba seguir haciéndose los locos.
F. Savater EL PAIS
13.11.12
Los subrayados son míos.
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