martes, 31 de agosto de 2010

Origen


Muy buen comentario de Juan Manuel de Prada sobre Origen:

La sensación cinematográfica del verano es Inception (Origen), la última película de Christopher Nolan, en la que el director londinense, después de probar su capacidad para fabricar taquillazos sin renunciar a su peculiar universo de obsesiones, ha dispuesto de un presupuesto mastodóntico para filmar una historia puramente mental, al estilo de Memento (2000), la obra con la que saltó al estrellato. Si en Memento era la amnesia del protagonista el motor de una intriga caleidoscópica, en Origen Nolan logra un efecto similar zambullendo al espectador en la sustancia turbulenta e inaprensible de los sueños; y,

como ocurría en Memento, juega Nolan a borrar los contornos del mundo real, de tal suerte que el espectador tiene que aprender a desenvolverse (o a extraviarse) en un territorio donde las leyes lógicas han sido abolidas, o sustituidas por leyes que obedecen a otra lógica, cambiante y huidiza, hasta caer prisionero en un juego de muñecas rusas que acaban volviéndolo majareta (si aspira a organizarlas racionalmente), u obligándolo a aceptar sus impredecibles soluciones, como quien se abandona a los toboganes y tirabuzones de una montaña rusa.


Nolan logra, desde luego, un producto hipnótico, de una fascinación visual superlativa; y, mientras sumerge al espectador en un carrusel de imágenes turbadoras, insospechadas, muy voluptuosamente desconcertantes, somete su inteligencia a una labor de centrifugado que la instala en un limbo de perplejidades crecientes, hasta llegar a un desenlace abierto a mil interpretaciones o, más que abierto, despatarrado. La premisa con la que Nolan monta su festival de prodigios carece, por supuesto, de originalidad: se trata de inmiscuirse en los sueños ajenos (que terminan siendo los propios), y convertir tales sueños en una suerte de cárcel de la que resulta casi (o sin el casi) imposible liberarse, creando interferencias inextricables con la realidad sensible. Una premisa similar servía de detonante al argumento de películas como Dark City (1998), de Alex Proyas; eXistenZ (1999), de David Cronenberg; The Matrix (1999), de los hermanos Wachowski; o La celda (2000), de Tarsem Singh, por citar tan sólo unas pocas. La novedad (relativa) de Nolan consiste en poner tal premisa al servicio de una película de acción: Cobb, el protagonista (un Leonardo DiCaprio que repite, en muchos aspectos, el papel que interpretaba en su anterior película, Shutter Island, de Martin Scorsese), capitanea una especie de comando especializado en ‘misiones imposibles’, consistentes en inmiscuirse en los sueños de sus víctimas para rescatar sus secretos mejor custodiados, o incluso para infiltrar o imbuir en la conciencia de sus víctimas ideas extrañas que las obliguen a actuar en su perjuicio. Tales ‘expolios’ o ‘injerencias’ mentales obligan a los miembros del comando dirigido por Cobb a ‘diseñar’ sueños alambicadísimos de los que ellos mismos participan, conectados por una ‘máquina del sueño’ que les permite compartir con su víctima un mismo escenario onírico. Para añadir complejidad a la trama, resulta que Cobb padece un trauma familiar no resuelto que, una y otra vez, irrumpe en sus sueños (y, por extensión, en los sueños compartidos de sus camaradas, así como en los de la víctima a la que tratan de expoliar), sembrando el caos en las misiones minuciosamente diseñadas. Tal trauma, cuyo protagonismo se hace creciente a medida que la película avanza, parece metido a modo de pegote para dotarla de un ‘enganche emocional’ que mitigue su excesivo cerebralismo. Pero termina planteando interrogantes enojosos en el espectador, que no acaba de aceptar que los demás miembros del comando carezcan de traumas similares que interfieran en las misiones; salvo que se acepte que los demás miembros del comando son tan sólo monigotes sin vida interior, meros comparsas ‘robóticos’ que añaden bizantinismo a la historia, sin incorporarle ni una dosis mínima de profundidad.



Y esta impresión de bizantinismo (o falsa profundidad, ‘profundidad superficial’, si el oxímoron es tolerable) es la que, a la postre, malogra Origen. Ese estado de perplejidad en el que instala al espectador, mediante el despliegue de portentos visuales, mediante la habilidosa arquitectura arborescente de su trama, no es perplejidad de la inteligencia propiamente dicha, sino mero aturdimiento, farfolla disfrazada de vértigo metafísico, un laberinto tan sofisticado que logra extraviar al espectador antes de que llegue a su centro, con el propósito no tanto de escamoteárselo como de impedirle descubrir que, simplemente, carece de centro, de sustancia, de entidad. O que su entidad no es otra que el mero bizantinismo; eso que, en términos coloquiales, denominamos paja mental.
ABC 23.8.10

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