jueves, 5 de julio de 2012

Bosón de Higgs



Artículos de Jorge Alcalde y Javier Sampedro :

JORGE ALCALDE. Hace miles de millones de años, apenas un suspiro cósmico después del Big Bang, toda la energía del Universo flotaba a lomos de partículas erráticas que se movían sin orden, colisionando unas con otras. Una especie de sopa elemental caliente y desordenada donde todo y nada era posible e imposible a la vez.

En un momento determinado de la evolución del Universo que los científicos aún no entienden del todo, algunas de esas partículas comenzaron a adquirir masa. Aquella propiedad cambió el destino de la materia. Las partículas más masivas interactuaron con otras, colisionaron con ellas. Las atraían, formaban grumos cada vez más grandes, aparecieron los ladrillos elementales de la materia. Y la masa siguió modelando el Cosmos. Los elementos más masivos actuaban de manera diferente con su entorno que los menos masivos, se agrupaban entre sí, dieron a luz átomos, moléculas, objetos. Y los objetos se unieron para formar cuerpos estelares. Las estrellas más masivas atraían a las demás y formaban cúmulos, galaxias... El aspecto actual del Cosmos se debe al cincel invisible de la masa.
Pero ¿qué demonios es la masa? Según el modelo aceptado por la física contemporánea, y matizado por Peter Higgs en 1964, la masa debe de ser el resultado del trabajo de una partícula: en concreto, de una de las once partículas fundamentales que conocemos, a la que se llamó bosón de Higgs.
Las partículas trabajan a través de la construcción de lo que los físicos llaman campos. ¿Cómo se transmite una corriente eléctrica a distancia? Es que los electrones producen cargas y estas cargas generan campos eléctricos. ¿Cómo es posible que al soltar el imán cerca de la nevera éste vuele hasta pegarse a ella, sin cables invisibles ni trucos de magia? Pues porque el imán está magnetizado debido a la acción de unas partículas que generan un campo magnético. ¿Por qué vuelvo a caer al suelo cada vez que salto? Porque unas partículas elementales generan un campo gravitatorio que me atrae.
Si todo ello funciona así, la partícula responsable de la masa tendrá su propio campo... el campo de Higgs.
Imaginen a David Bisbal paseando por la calle. Va rodeado de una nube de fans y fotógrafos que le impiden caminar. En la otra acera camino yo tranquilamente, sin que nadie me moleste. Bisbal está interactuando más con su entorno que yo. Cuando una partícula atraviesa un campo de Higgs interactúa más o menos con él. Las partículas más masivas interactúan más, como si se movieran más pesadamente por él. Bisbal es una partícula masiva, la gente de la calle es el campo de Higgs y yo soy una partícula muy poco masiva, un triste fotón comparado con el protón Bisbal. (Claro que yo, como fotón, tengo la capacidad de convertirme en luz... algo es algo).
Todo esto lo sabe la ciencia desde hace décadas. Pero sólo sobre el papel. La existencia del bosón de Higgs, del campo producido por él, y la implicación de ese campo en que los cuerpos tengan más o menos masas, era una bella teoría sin confirmación experimental. Debía de ser correcta, porque todas las leyes de la física se basan en que lo sea. Cualquier cálculo realizado sobre el comportamiento de la materia es acertado siempre que se admita la existencia del dichoso Higgs. Por ejemplo, un físico puede predecir con precisión infinitesimal el lugar al que va a ir a parar una bola de billar de determinado peso y volumen, golpeada con una determinada fuerza en un determinado ángulo. Lo hace porque incluye en sus cálculos la variable masa. Y acierta.
Si la masa no existiera como tal, si el bosón de Higgs no fuera más que una ilusión, habría que deducir que hemos construido una física falsa, basada en un error, y habría que volver a reformularla. Entenderán ahora por qué los físicos están celebrando con champán el hallazgo: ¡se han ahorrado un trabajito de narices!
Hoy tenemos en un 99,9 por 100 la certeza de que el bosón de Higgs existe. Lo que han detectado los científicos en su colisionador tiene un 99,9 por 100 de probabilidades de ser un bosón de Higgs y un 0,1 por 100 de ser cualquier otra cosa. Es un día histórico para la ciencia.
¿Y ahora qué? Cada vez que el ser humano ha descubierto una nueva partícula ha cambiado el paso de su destino. Desde la antigua Grecia sabíamos que frotando ámbar se conseguía que este mineral atrajera pelusillas y papeles pequeños. La propiedad del electromagnetismo se intuía. Pero sólo cuando científicos como Rutherford o Maxwell descubrieron las leyes del comportamiento de los electrones y fotones, y otros como Galvani, Faraday o Tesla dominaron esas leyes para lograr que los electrones y fotones se comportaran a nuestro antojo, fue posible el desarrollo de la electrónica, la transmisión y generación de electricidad, la radio, la televisión, el láser... Ahora nos encontramos en los albores del conocimiento de una nueva partícula de la que quién sabe qué aplicaciones, tecnologías y nuevos saberes surgirán. Vivimos la llegada de Higgs (si definitivamente se confirma al 100 por 100) con el entusiasmo de los que intuyeron por primera vez la existencia del electrón.
Por eso, y por su implicación en la formación de la materia, muchos la llaman "la partícula de Dios". Y otros muchos se rasgan las vestiduras ante tal metáfora. ¿Qué herejía científica es esa de llamar Dios a algo tan material, racionalista y objetivo como un bosón? No se sulfuren, amigos científicos. No me sean fundamentalistas de la razón. El halo divino es el mejor piropo que se le puede lanzar a un objeto cósmico desde el principio de los tiempos. ¿O es que ahora vamos a cambiar el nombre a la nebulosa de Andrómeda, al cúmulo de Perseo o a Plutón? ¡Ay, la imaginación!

LIB DIG 4.7.1



JAVIER SAMPEDRO.    El bosón de Higgs no solo era la pieza final que faltaba para rematar el Modelo Estándar de la física de partículas —la tabla periódica del mundo subatómico—, sino que también ha sido el centro neurálgico de casi todas las especulaciones sobre el Big Bang desarrolladas en las últimas décadas. El mote de “partícula de Dios” que le endosó el premio Nobel Leon Lederman se debe a este papel central en el origen de todas las cosas, o en el bang del Big Bang, en palabras del físico teórico Brian Greene.
Como cualquier otra cosa en la mecánica cuántica —la física de lo muy pequeño—, el bosón de Higgs tiene una naturaleza dual: es a la vez una partícula y un campo ondulatorio que permea todo el espacio. El lector no debe preocuparse si esto le resulta difícil de entender: también le pasó a Einstein en 1905, cuando propuso que la luz —hasta entonces un campo por el que se propagaban las ondas electromagnéticas— debía consistir también, de algún modo, en un chorro de partículas, los ahora familiares fotones.
El bosón de Higgs  es también un  campo de Higgs que permea todo el espacio
Y la generalización de esta esquizofrenia cuántica a todas las partículas elementales, la teoría de la dualidad onda-corpúsculo, estuvo a punto de arruinar la tesis doctoral y hasta la carrera entera de su formulador, el príncipe Louis-Victor Pierre Raymond de Broglie, séptimo duque de Broglie y par de Francia, que pese a ello, y al igual que Einstein, acabó recibiendo el premio Nobel por su idea descabellada. Cuando una teoría contraria a la intuición humana explica todos los datos conocidos y predice los que aún no se conocen, la equivocada no suele ser la teoría, sino la intuición humana.
Así que el bosón de Higgs, la partícula que acaban de detectar en el CERN, es también un campo de Higgs que permea todo el espacio. Según la cosmología moderna, ese campo es un residuo directo del Big Bang. El campo de Higgs fue la primera cosa que existió una fracción de segundo después del origen de nuestro universo, y la que explica no solo las propiedades de este mundo —como la masa exacta de todas las demás partículas elementales—, sino también su mera existencia.
El campo de Higgs fue el hacedor del bang, o de la inflación formidable que convirtió un microcosmos primigenio de fluctuaciones cuánticas en el majestuoso cielo nocturno que vemos hoy. Cada galaxia, y cada supercúmulo de galaxias, nació como un grumo microscópico en la jungla cuántica que ocupó el lugar de la nada en el primer instante de la existencia, como una ínfima fluctuación en la Bolsa de valores del vacío, amplificada hasta el tamaño de Andrómeda o de la Vía Láctea por la vertiginosa expansión —o inflación— del universo impulsada por el campo de Higgs.
El acelerador del CERN es el último paso de un viaje hacia atrás en el tiempo que emprendieron los físicos en la primera mitad del siglo XX
El superacelerador del CERN en Ginebra, la verdadera catedral de la ingeniería y el conocimiento de nuestro tiempo, es el último paso de un viaje hacia atrás en el tiempo que emprendieron los físicos en la primera mitad del siglo XX. El universo era en su origen muy pequeño y denso en energía, y luego empezó a expandirse, y por lo tanto a enfriarse, en un proceso que sigue en marcha hoy mismo, y que además está acelerando. Cada nuevo acelerador, con sus colisiones cada vez más energéticas —más calientes— emula al universo primigenio en una fase cada vez más primitiva en su evolución inicial.
El principal objetivo de la física teórica contemporánea es unificar las cuatro fuerzas fundamentales (nuclear fuerte, nuclear débil, electromagnética y gravitatoria) bajo un único y profundo marco teórico, la “teoría del todo” que Einstein persiguió sin éxito durante los últimos 30 años de su vida.
El acelerador de Ginebra nos acerca más que nunca a la época remota en que todas las partículas y todas las fuerzas eran iguales, en que los campos de fuerza estaban evaporados. El campo de Higgs fue el primero en condensarse, y ello eliminó en cascada la simplicidad del universo primitivo: las partículas elementales adquirieron distintas masas, y también los bosones (como el fotón) que transmiten las fuerzas elementales, con lo que la única fuerza primordial se separó como las lenguas en la Torre de Babel.
El bosón de Higgs: una casi nada que lo explica casi todo.

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