La derrota de la América Wasp
Suele ser habitual que desde
España se identifique a los políticos norteamericanos con los locales. A pesar
de que Kerry era un católico practicante, a la izquierda y a la derecha lo
asociaron con un ZP que no tenía el menor punto de contacto con él. Lo mismo ha
sucedido con un Obama al que, también a la izquierda y a la derecha, se ha
querido identificar con el socialismo de manera absolutamente inexacta. A decir
verdad, en términos de economía, de impuestos, de visión de la clase media y de
preocupación por la clase media, Obama está muy, pero que muy a la derecha del
gobierno que preside Mariano Rajoy. El partido demócrata – folklorismos
feministas y gays aparte – en términos generales se corresponde con una derecha
que no tiene que ver nada con el mayo del 68 – episodio sin relevancia alguna
más allá de ser una operación de la CIA para desestabilizar al general De
Gaulle y que los franceses se empeñan en considerar de trascendencia universal
– y que intenta desde hace décadas articular infructuosamente algo que se
parezca siquiera de lejos al estado del bienestar europeo.
Por eso, cuando a las 11:30 de la
noche del día 6 las grandes cadenas de televisión norteamericanas comenzaron a
anunciar una tras otra que Obama había superado la cifra mágica de los 270
compromisarios, el episodio no se podía analizar como el resultado de una pugna
entre la izquierda y la derecha sino según las categorías correspondientes a
esa realidad americana que tantos ignoran y, a pesar de lo cual, pontifican.
Las elecciones que acaban de concluir con el triunfo de Obama fueron
inicialmente unos comicios centrado como tema fundamental en la economía. Sin
embargo, de manera totalmente lógica, terminaron convertidas
en una votación casi plebiscitaria sobre el papel que corresponde en América a
las minorías especialmente culturales y étnicas.
Ese enfoque inicial otorgaba cierta ventaja a los republicanos que
presentaban a uno de los mejores candidatos, quizá el mejor, que ha tenido el
partido desde Ronald Reagan y que, en busca del nunca conseguido voto católico,
decidieron incluso llevar como candidato a la vicepresidencia a Ryan. Fue ese
el primer error de los republicanos porque Ryan es un radical aynrandiano que,
desde el principio, asustó con su plan para liquidar el actual Medicare a no
pocos jubilados. En una España donde la sanidad es un escándalo no pocas veces
idiomático y donde se producen disparates como el del turismo sanitario, no
faltaron los que vieron a Ryan como una figura ejemplar.
En una nación como Estados Unidos
donde no existe sanidad pública y la privada es tan cara que puede llevar
literalmente a la quiebra a una familia, Ryan fue contemplado por millones de
personas como un verdadero criminal. Como además Ryan mintió repetidas veces en
la campaña electoral con un descaro verdaderamente sobrecogedor no sorprende
que ni siquiera haya sido capaz de ganar Wisconsin, su estado, para Romney. Con
todo y a pesar de Ryan, Romney todavía habría podido ganar las elecciones. Se
labró la derrota cuando, tras el primer debate presidencial, el estado mayor
republicano llegó a la conclusión de que no arrastraría a las minorías, como la
hispana, a las que había cortejado al inicio de la campaña y optó por centrarse en la búsqueda del voto anglo y
protestante en la seguridad de que le daría la victoria. La respuesta de
la población blanca había sido tan entusiasta a las propuestas de control de la
inmigración que la conclusión aunque errónea no parecía disparatada. No lo
parecía además si se tiene en cuenta que, en estos últimos cuatro años, un 51
por ciento de los norteamericanos ha reconocido que es contrario a los negros y
otro 57 confiesa tener sus sentimientos anti-hispanos. Se trataba, pues, de una
apuesta arriesgada, pero que tenía visos de acabar en triunfo al apelar a la América de siempre. En última
instancia, el único estado con peso hispano importante – Florida – era visto
por los republicanos como una meta fácil ya que la suma del voto blanco con el
de los cubanos de los primeros años – tan distintos de los demás hispanos e
incluso de los cubanos de los últimos tiempos – permitiría, en teoría, obtener
un holgado triunfo. Para ser justos hay que señalar que ese enfoque sí le
hubiera otorgado la victoria a los republicanos hace cuarenta años. De hecho,
esa base social fue la que llevó a la Casa blanca a personajes tan distintos
como Johnson, Nixon, Carter o Reagan. El mismo Kennedy – el único presidente
católico hasta la fecha – tuvo que llevar de compañero en el ticket electoral a
un sureño conservador y protestante arrancado del mismísimo Bible Belt para
asegurarse de que podría alcanzar la presidencia. Sin embargo, a pesar de unos
precedentes que van de Washington a Lincoln pasando por Wilson, Truman o
Jefferson, Reagan fue, muy posiblemente, el último representante de aquella
América. Para comprender hasta que punto era lógico que los acontecimientos se
desarrollaran de esa manera basta con releer un libro de John Fitzgerald
Kennedy titulado Una nación de inmigrantes y publicado cuando ya era
presidente. En sus páginas, Kennedy se ocupaba de describir a todos los grupos
que habían conformado la nación americana y, de manera bien significativa,
mostraba que, mayoritariamente, eran blancos y protestantes ya fuera su origen
escandinavo, inglés o germánico. La única excepción notable eran los irlandeses
– como él – a los que, no obstante, agregaba al mundo anglosajón. Los italianos
como los griegos apenas eran mencionados y los hispanos eran excluidos de
manera casi total salvo unas líneas referidas a los puertorriqueños.
Hoy, guste o no, el cuadro
demográfico y cultural de los Estados Unidos resulta muy distinto al descrito
bastante aceptablemente por Kennedy. Así, Romney ha
ganado de manera aplastante en los estados tradicionalmente protestantes donde
el voto sobre la base de los valores resulta esencial y donde conceptos como el
trabajo y el ahorro como garantía de previsión frente a pésimas eventualidades
se consideran preferibles a la acción social del estado. El añoso sur en
bloque y buena parte del oeste en términos territoriales, la inmensa mayoría de
los protestantes y también más del cincuenta por ciento de los blancos ha
entregado su voto a los republicanos de una manera que cabría calificar de
entusiasta. Los rednecks de Tennessee y Alabama, los texanos y la gente de las
Dakotas, los georgianos y los ciudadanos de Montana han acudido a las urnas
para lograr que Romney llegara a la Casa Blanca. Hasta Virginia – que votó por
Obama hace cuatro años - parece haber recordado que fue antes de cualquier otra
consideración la tierra del general Lee y de Stonewall Jackson. Tampoco ha hecho
mal papel Romney en otros estados donde estuvo muy cerca de alzarse con la
victoria. Sin embargo, en su contra, ha tenido la
mayoría aplastante del voto negro, del voto hispano, del voto asiático y - a
pesar de Ryan, del apoyo de Obama al matrimonio homosexual y de la posición
demócrata más laxa sobre el aborto - del voto católico. Esos votos minoritarios, pero muy relevantes le han
arrancado compromisario tras compromisario para otorgarle la victoria a Obama. De ahí, que los republicanos sí se hayan impuesto en el
congreso donde el voto popular es decisivo y donde en la mayoría de los estados
prevalece una cosmovisión americana que podríamos denominar clásica.
En la práctica, estoy más que convencido de que no habrá grandes
diferencias entre el hecho de que el vencedor haya sido Obama y no Romney. Ni Romney era garantía de buena gestión – sus años al
frente de Massachussetts lo demuestran – ni Obama, al que se ha acusado injusta
e inexactamente de ser socialista y musulmán, es el anticristo que
desencadenará el Apocalipsis. A fin de cuentas, Obama, le guste o no, seguirá
llevando a cabo una política exterior muy semejante a la de George W. Bush
incluida la más que posible guerra contra Irán. Desde luego, va a ser difícil
que en este segundo mandato impulse la más que justificada derogación de la
Patriot Act o vaya a cerrar Guantánamo. Por lo que se refiere a la política
interna, se verá controlado en la posibilidad de gasto por un congreso de
mayoría republicana que no le va a hacer la vida fácil. Finalmente, incluso en
cuestiones como el matrimonio homosexual no podrá saltar por encima de la
realidad de que el sesenta por ciento de los
estados han aprobado enmiendas constitucionales que establecen que el
matrimonio sólo se da entre un hombre y una mujer. A decir verdad, a lo más a lo que puede aspirar el
reelegido presidente es a continuar la recuperación económica iniciada
tímidamente bajo su mandato y a que se sigan creando empleos a mayor velocidad.
Por supuesto, que lo consiga o no es harina de otro costal, pero tampoco lo
hubiera tenido fácil un Romney partidario de reducir los impuestos a las
grandes fortunas y de aumentar el gasto militar en una pirueta cuya
contabilidad personalmente no me convenció nunca. Sin embargo, consideraciones
como éstas aparte, el significado histórico de la segunda victoria de Obama no
resulta escaso. Lleva a pensar, en primer lugar, que su triunfo de hace cuatro
años no fue un episodio aislado – como sí lo fue la presidencia del también
demócrata Carter provocada por la amargura de la derrota en Vietnam y el
escándalo Watergate - y que Estados Unidos, por
razones puramente demográficas, ha comenzado a distanciarse de una trayectoria
bicentenaria, iniciada por los puritanos que huyeron de Inglaterra en busca de
libertad religiosa, y centrada en una cosmovisión blanca y protestante. La
reelección de Obama es la constatación innegable de que otras etnias, otras
culturas y otras religiones, si están unidas, pueden acabar llevando a su
candidato a la Casa Blanca. Esa lección, les agrade o no, la aprendieron
los demócratas hace tiempo. Ahora está por ver si también la van a asumir los
republicanos o si, por el contrario, empeñados, como sucede desde los años
sesenta, en volver la espalda al voto negro o en creer que el único voto hispano
es el de los cubanos de primera hora situados en el sur de la Florida, se
cerrarán sólo Dios sabe por cuanto tiempo el camino hacia la Casa Blanca.
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