Artículos de Jorge Alcalde y Javier Sampedro :
JORGE ALCALDE. Hace miles de millones de años, apenas un suspiro cósmico después del Big Bang, toda la energía del Universo flotaba a lomos de partículas erráticas que se movían sin orden, colisionando unas con otras. Una especie de sopa elemental caliente y desordenada donde todo y nada era posible e imposible a la vez.
En un momento determinado de la evolución del Universo que los científicos aún no entienden del todo, algunas de esas partículas comenzaron a adquirir masa. Aquella propiedad cambió el destino de la materia. Las partículas más masivas interactuaron con otras, colisionaron con ellas. Las atraían, formaban grumos cada vez más grandes, aparecieron los ladrillos elementales de la materia. Y la masa siguió modelando el Cosmos. Los elementos más masivos actuaban de manera diferente con su entorno que los menos masivos, se agrupaban entre sí, dieron a luz átomos, moléculas, objetos. Y los objetos se unieron para formar cuerpos estelares. Las estrellas más masivas atraían a las demás y formaban cúmulos, galaxias... El aspecto actual del Cosmos se debe al cincel invisible de la masa.
Pero ¿qué demonios es la masa? Según el modelo
aceptado por la física contemporánea, y matizado por Peter Higgs en 1964, la
masa debe de ser el resultado del trabajo de una partícula: en concreto, de una
de las once partículas fundamentales que conocemos, a la que se llamó bosón
de Higgs.
Las partículas trabajan a través de la construcción de lo que los físicos
llaman campos. ¿Cómo se transmite una corriente eléctrica a distancia?
Es que los electrones producen cargas y estas cargas generan campos eléctricos.
¿Cómo es posible que al soltar el imán cerca de la nevera éste vuele hasta
pegarse a ella, sin cables invisibles ni trucos de magia? Pues porque el imán
está magnetizado debido a la acción de unas partículas que generan un campo
magnético. ¿Por qué vuelvo a caer al suelo cada vez que salto? Porque unas
partículas elementales generan un campo gravitatorio que me atrae.
Si todo ello funciona así, la partícula responsable de la masa tendrá su
propio campo... el campo de Higgs.
Imaginen a David Bisbal paseando por la calle. Va rodeado de una nube de
fans y fotógrafos que le impiden caminar. En la otra acera camino yo
tranquilamente, sin que nadie me moleste. Bisbal está interactuando más con su
entorno que yo. Cuando una partícula atraviesa un campo de Higgs interactúa más
o menos con él. Las partículas más masivas interactúan más, como si se movieran
más pesadamente por él. Bisbal es una partícula masiva, la gente de la calle es
el campo de Higgs y yo soy una partícula muy poco masiva, un triste fotón
comparado con el protón Bisbal. (Claro que yo, como fotón, tengo la capacidad
de convertirme en luz... algo es algo).
Todo esto lo sabe la ciencia desde hace décadas. Pero sólo sobre el papel.
La existencia del bosón de Higgs, del campo producido por él, y la implicación
de ese campo en que los cuerpos tengan más o menos masas, era una bella teoría
sin confirmación experimental. Debía de ser correcta, porque todas las leyes de
la física se basan en que lo sea. Cualquier cálculo
realizado sobre el comportamiento de la materia es acertado siempre que se
admita la existencia del dichoso Higgs. Por ejemplo, un físico puede
predecir con precisión infinitesimal el lugar al que va a ir a parar una bola
de billar de determinado peso y volumen, golpeada con una determinada fuerza en
un determinado ángulo. Lo hace porque incluye en sus cálculos la variable masa.
Y acierta.
Si la masa no existiera como tal, si el bosón de Higgs no fuera más que una
ilusión, habría que deducir que hemos construido una física falsa, basada en un
error, y habría que volver a reformularla. Entenderán ahora por qué los físicos
están celebrando con champán el hallazgo: ¡se han ahorrado un trabajito de
narices!
Hoy tenemos en un 99,9 por 100 la certeza de que el
bosón de Higgs existe. Lo que han detectado los científicos en su
colisionador tiene un 99,9 por 100 de probabilidades de ser un bosón de Higgs y
un 0,1 por 100 de ser cualquier otra cosa. Es un día
histórico para la ciencia.
¿Y ahora qué? Cada vez que el ser humano ha descubierto una nueva partícula
ha cambiado el paso de su destino. Desde la antigua Grecia sabíamos que
frotando ámbar se conseguía que este mineral atrajera pelusillas y papeles
pequeños. La propiedad del electromagnetismo se intuía. Pero sólo cuando
científicos como Rutherford o Maxwell descubrieron las leyes del comportamiento
de los electrones y fotones, y otros como Galvani, Faraday o Tesla dominaron
esas leyes para lograr que los electrones y fotones se comportaran a nuestro
antojo, fue posible el desarrollo de la electrónica, la transmisión y
generación de electricidad, la radio, la televisión, el láser... Ahora nos encontramos en los albores del conocimiento de una nueva partícula de la que quién sabe qué aplicaciones, tecnologías y nuevos saberes surgirán. Vivimos la llegada de Higgs (si definitivamente se confirma al 100 por 100) con el entusiasmo de los que intuyeron por primera vez la existencia del electrón.
Por eso, y por su implicación en la formación de la materia, muchos la
llaman "la partícula de Dios". Y otros muchos se rasgan las
vestiduras ante tal metáfora. ¿Qué herejía científica es esa de llamar Dios
a algo tan material, racionalista y objetivo como un bosón? No se sulfuren,
amigos científicos. No me sean fundamentalistas de la razón. El halo divino es
el mejor piropo que se le puede lanzar a un objeto cósmico desde el principio
de los tiempos. ¿O es que ahora vamos a cambiar el nombre a la nebulosa de
Andrómeda, al cúmulo de Perseo o a Plutón? ¡Ay, la imaginación!
LIB DIG 4.7.1
JAVIER SAMPEDRO. El bosón
de Higgs no solo era la pieza final que faltaba para rematar el Modelo
Estándar de la física de partículas —la tabla
periódica del mundo subatómico—, sino que también ha sido el centro
neurálgico de casi todas las especulaciones sobre el Big Bang desarrolladas en
las últimas décadas. El mote de “partícula de Dios” que le endosó el premio
Nobel Leon Lederman se debe a este papel central en el origen de todas las
cosas, o en el bang del Big Bang, en palabras del físico teórico Brian Greene.
Como
cualquier otra cosa en la mecánica cuántica —la física de lo muy pequeño—, el
bosón de Higgs tiene una naturaleza dual: es a la vez
una partícula y un campo ondulatorio que permea todo el espacio. El
lector no debe preocuparse si esto le resulta difícil de entender: también le
pasó a Einstein en 1905, cuando propuso que la luz —hasta entonces un campo por
el que se propagaban las ondas electromagnéticas— debía consistir también, de
algún modo, en un chorro de partículas, los ahora familiares fotones.
Y
la generalización de esta esquizofrenia cuántica a todas las partículas
elementales, la teoría de la dualidad onda-corpúsculo, estuvo a punto de
arruinar la tesis doctoral y hasta la carrera entera de su formulador, el
príncipe Louis-Victor Pierre Raymond de Broglie, séptimo duque de Broglie y par
de Francia, que pese a ello, y al igual que Einstein, acabó recibiendo el
premio Nobel por su idea descabellada. Cuando una teoría contraria a la
intuición humana explica todos los datos conocidos y predice los que aún no se
conocen, la equivocada no suele ser la teoría, sino la intuición humana.
Así que el bosón de Higgs, la partícula que acaban de detectar en el CERN, es
también un campo de Higgs que permea todo el espacio. Según la cosmología
moderna, ese campo es un residuo directo del Big Bang. El campo de Higgs fue la
primera cosa que existió una fracción de segundo después del origen de nuestro
universo, y la que explica no solo las propiedades de este mundo —como la masa
exacta de todas las demás partículas elementales—, sino también su mera
existencia.
El campo de Higgs fue el hacedor del bang, o de la inflación
formidable que convirtió un microcosmos primigenio de fluctuaciones cuánticas
en el majestuoso cielo nocturno que vemos hoy. Cada galaxia, y cada supercúmulo de
galaxias, nació como un grumo microscópico en la jungla cuántica que ocupó el
lugar de la nada en el primer instante de la existencia, como una ínfima
fluctuación en la Bolsa de valores del vacío, amplificada hasta el tamaño de
Andrómeda o de la Vía Láctea por la vertiginosa expansión —o inflación— del
universo impulsada por el campo de Higgs.
El acelerador del CERN es el último paso de un viaje
hacia atrás en el tiempo que emprendieron los físicos en la primera mitad del
siglo XX
El
superacelerador del CERN en Ginebra,
la verdadera catedral de la ingeniería y el conocimiento de nuestro tiempo, es
el último paso de un viaje hacia atrás en el tiempo que emprendieron los
físicos en la primera mitad del siglo XX. El universo era en su origen muy
pequeño y denso en energía, y luego empezó a expandirse, y por lo tanto a
enfriarse, en un proceso que sigue en marcha hoy mismo, y que además está
acelerando. Cada nuevo acelerador, con sus colisiones cada vez más energéticas
—más calientes— emula al universo primigenio en una fase cada vez más primitiva
en su evolución inicial.
El principal objetivo de la física teórica contemporánea es unificar
las cuatro fuerzas fundamentales (nuclear fuerte, nuclear débil,
electromagnética y gravitatoria) bajo un único y profundo marco teórico, la
“teoría del todo” que Einstein persiguió sin éxito durante los últimos 30 años de su
vida.
El
acelerador de Ginebra nos acerca más que nunca a la época remota en que todas
las partículas y todas las fuerzas eran iguales, en que los campos de fuerza
estaban evaporados. El campo de Higgs fue el primero en condensarse, y ello
eliminó en cascada la simplicidad del universo primitivo: las partículas
elementales adquirieron distintas masas, y también los bosones (como el fotón)
que transmiten las fuerzas elementales, con lo que la única fuerza primordial
se separó como las lenguas en la Torre de Babel.
El
bosón de Higgs: una casi nada que lo explica casi todo.
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